jueves, 26 de noviembre de 2009

Capítulo 3: Alebh

Alebh, ciudad única en todos los aspectos, era ahora la sombra del pasado.

En los primeros tiempos, tan sólo se trataba de una tribu nómada comerciante de pescado, que se movía de aquí para allá siguiendo la línea de las playas. Su gran fortuna se debía al especial y exclusivo modo de pesca, que conseguía atrapar a los peces de fuego más grandes jamás vistos.

Pero tras varios decenios, el singular cebo que usaban para pescar se extinguió debido a su explotación y con él la posibilidad de atrapar los escurridizos peces de fuego. Fue en ese momento cuando el pueblo se dividió, tras meses de deliberaciones, en dos grupos. Uno se adentró en las inmensas dunas del desierto con enormes y abarrotados carros y no se volvió a saber nada de él. El segundo, con Alebhliu el Marítimo al frente, emprendió la utópica y descabellada propuesta de adentrarse en aguas profundas, más allá de las fosas abisales.

Navegando con gigantes y resistentes carabelas, llegaron a un accidente geográfico de lo más peculiar, una especie de arrecife o de montaña submarina hueca, como si las manos de una deidad hubiesen horadado la roca y hubiesen formado un cuenco y sus asas surgiesen del agua.

Abandonando su vida nómada, formaron un frágil poblado que se mecía al son de las olas con puentes conectados, como si el leve suspiro del viento fuese a acabar con todo en cualquier momento y a la vez cuidase de ellos. Necesitaron más de treinta años y una infinidad de viajes a la costa a por materia prima hasta que una arcaica ciudad de madera fue construida.

La pesca del pez de fuego volvió a resurgir y todos los pueblos que andaban sobre la tierra hablaban y cantaban sobre una ciudad más allá del horizonte, en cuyas puertas siempre había bellas sirenas.

La pesca ocupó un lugar secundario en la economía cuando se descubrió el coral perlado. Dúctil, maleable, flexible y de impresionante resistencia, comenzó a utilizarse en cualquier lado. Ningún elemento conseguía corroerle y el salitre del mar no lo oxidaba; es más, aleándolo con él se podían construir fuertes estructuras que otorgaron a Alebh el dominio económico del momento y un glorioso siglo de oro.

Ni siquiera las ciudades costeras más poderosas podían competir con su grandiosidad.

Desaparecieron las cabañas inestables y los puentes de madera para dar paso a enormes y curvados edificios, y a una espléndida plaza circular con la estatua de Alebhliu más grande jamás vista.

Las canciones cambiaron y los Cuentacuentos que la visitaban exaltaban su belleza. Hablaban de los atardeceres en ese lugar, cuando el coral perlado de la ciudad brillaba con un ardiente tono rosado y se fundía con el explosivo sol en el horizonte.

Hasta su política era poco inusual, dejando de lado monarquías u oligarquías que otorgasen poder absoluto a quien no lo mereciera. Alebhliu formó un consejo de diez personas en el cual todos tenían el mismo poder, todos tenían opinión y todos votaban las propuestas.

Aunque esa época grandiosa sólo se conservaba ya en la memoria de los más ancianos y en viejos y roídos tomos. Tras la batalla de Lagoperla las cosas cambiaron y no a mejor.

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