miércoles, 4 de noviembre de 2009

Capítulo 2: Fuego

¿Qué hacer? ¡Qué hacer! Era demasiado fácil formular aquella pregunta, pero multitud de ideas nublaban su mente. Y aunque en su cabeza la respuesta era demasiado obvia, una parte de él se negaba a obedecerla.

Su maestro moría lentamente, agonizando, con un orificio en su yugular y la sangre, emponzoñada, serpenteando libremente. Podría acercarse a él, tan sólo debía gatear dos o tres metros, pero tenía demasiado miedo. Con cuatro balcones en la torre, el riesgo de que otra flecha surcase el aire y acabase con él era demasiado alta. Pero por otra parte no sabía si el asesino seguía al acecho, esperando a tenerle en el ángulo de visión de nuevo, o bien se había esfumado al acabar con Lamübh.


Los aros seguían girando con un zumbido continuo ¡Zzzz…! Mashir temblaba de arriba abajo y Lamübh gesticulaba con la garganta ahogada de sangre negruzca. Intentaba decir algo pero se atragantaba y su cerebro se colapsaba. ¡Zzzz…! Mashir se apoyó contra una estantería y se hizo un ovillo, mirando con siniestro horror cada uno de los alféizares. El maestro agotaba sus últimas bocanadas regurgitando sangre.

¡Zzzz…!


-¡Para ya!-gritó desesperado.


Cogió un libro de gruesas tapas y lo lanzó torpemente contra los zumbantes anillos. La incesante coordinación se inestabilizó con el choque y los aros cayeron con estrepitoso tintineo; la piedra estelar rodó apagando su brillo y el libro se volatilizo al instante.

El joven apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza. ¡Idiota, ahora saben que hay alguien más! Pensó maldiciendo su torpeza.

El tiempo pasaba con extraña lentitud. La escena, aunque seguía su propio curso, parecía totalmente estática, como si el viejo astrólogo estuviese echando una cabezada, como si no hubiera ocurrido nada.

Pero sabía que no era así, la flecha que adornaba su pecho no era decoración y su preceptor moría irremediablemente.


Mashir tenía la sensación de perder la cordura en cualquier momento, rendirse a lo inevitable y esperar a que las entrenadas manos del asesino se cerrasen en torno a su cuello. Esperando a que en cualquier momento se abriese la puerta de abajo y le apuñalasen con una daga… O a que otra flecha entrase en la habitación, rebotase veinte veces en la cúpula y le hiriese de muerte.

Pero pese a las absurdas cábalas, no ocurrió nada. Un enorme charco de sangre comenzó a borrar los dibujos de tiza y algunas gotas atravesaron el entablado para caer como lluvia sobre la planta baja. La túnica gris del maestro era ahora una empapada mancha negra.

En un último esfuerzo, el hombre levantó la mano y lanzó a Mashir una mirada melancólica, convaleciente, sabiendo que le llegaba el momento. El fuego de su corazón se apagaría y su alma iría a las oscuras aguas de la hermana Luna.


-No dejes que se lo lleven.


La fuerza le abandonó y se golpeó la cabeza contra el suelo por última vez.

Tal vez luego Mashir se durmió, o perdió el conocimiento, no lo recordaba muy bien, pero cuando se quiso dar cuenta, ya había atardecido.

Quería correr, pero su cuerpo se lo impedía, ahora sus cábalas circulaban sobre el posible asesino. ¿Un alebhí? Con la boda del día siguiente, la seguridad era lo suficientemente fuerte como para ver a un alebhí a kilómetros de distancia. ¿Entonces el plan se había urdido dentro de la ciudad? ¿Acaso le habían matado para que el mundo no conociese su descubrimiento? Cualquier cosa parecía plausible en aquél momento, hasta la de la organización ejecutora de infieles de la que hablaban en las malas tabernas.


Y hasta entonces no se había dado cuenta del vuelco que daría su vida. Su maestro, no, su amigo y a la vez padre, había muerto. La única persona con la que había tenido algún tipo de relación yacía sin vida en el centro de la torre. Ahora le vino a la mente la tarde en la que se conocieron. Unos asaltantes, jambiyas en mano, amenazaron al científico con quitarle la vida y Mashir, un chico andrajoso hijo de la calle y vástago de nadie, se deshizo de ellos y le salvó. Lamübh lo acogió desde entonces como al único hijo que nunca tuvo.

Atardecía con un sol sangrante rayando el horizonte y nadie venía a darle muerte; oscurecía dentro de la torre observatorio.


Entonces un resorte se activó en la mente del joven y se levantó con inquietante rapidez. Le caían lágrimas sin control, pero no lloraba.

Comenzaba a comprenderlo, no le quedaba más remedio. Se había visto involucrado en algo terrible y ahora era totalmente partícipe de ello. Tendría que esconderse, vivir clandestinamente, esperando que, con suerte, el asesino terminase por olvidarse de él.

Primero se cambiaría el nombre. Después, seguramente, encontraría trabajo en las mugrientas calles del muelle, entre sucios y vastos marineros, limpiando quillas o sirviendo cervezas.

Pero lo primero era lo primero: debía abandonar aquél lugar. Se levantó con las piernas agarrotadas y agarró la lona amarillenta. No sabía exactamente lo que hacía, o si era lo correcto, pero comenzó a recoger cosas. Primero, sin pensárselo, echó los aros metálicos, todavía calientes, sobre la tela. Bajó un momento las escaleras de caracol y rebuscó en un cajón hasta encontrar un pequeño cuaderno con tapas rojas y hojas desgastadas; el diario del viejo. Volvió a subir y lo echó al improvisado saco.

Ahora llegaba el momento de la verdad. Se acercó al cadáver y le arrebató de los fríos dedos la bella caja con incrustaciones de ónice para después introducir la pequeña piedra estelar, que aún brillaba con extraña fosforescencia.

Después se quedó contemplando el arrugado rostro, luciendo aquellos suntuosos anillos de oro y rubiralda. Si se los ponía él llamaría demasiado la atención, pero creía que no merecían quedarse ahí, olvidando las grandes cosas que Lamübh había hecho para el reino. Se los retiró y le aliso la barba.

Por último, y tras dudarlo unos instantes por pura repulsión, cerró la mano en torno a la flecha del pecho y se dispuso a sacarla. La otra, la que había atravesado el cuello, no la encontró. Seguramente entraría por un balcón y saldría por otro.

El proyectil no había salido por la espalda, así que no se podía extraer empujando. Mashir dio un ligero tirón a la madera y produjo un ruido viscoso, de metal arrancando y arañando carne. El estómago le dio la vuelta y un escalofrío le atizo en la nuca. Tiró de nuevo y la caja torácica se elevó ligeramente. Con el tercer y último tirón la flecha salió de la prisión de costillas sacando diminutas esquirlas de hueso.

Era una fina flecha de arco largo, con unas engrasadas plumas de cisne en su extremo y una forma de equis en su punta. La tiró a la lona, junto al resto de enseres, e hizo un nudo creando un rudimentario saco.


-Encontraré al culpable-sentenció prendiendo una pequeña lámpara de aceite- Daré con el que te ha hecho esto.


Volcó el candil y la pequeña llama mordió un papiro y lo engulló con rapidez. Acto seguido sus lenguas se multiplicaron y comenzaron el festín devorando las estanterías.

Mashir bajó las escaleras sintiendo el calor a su espalda con el pesado fardo entre los brazos. Pronto estuvo en la calle, mientras el fuego quemaba todo con tremenda velocidad.


El observatorio, con su dueño incinerándose en su interior, se convirtió en apenas una hora, en una gigantesca pira en mitad de la noche, haciendo confundir a los barcos con un segundo faro.

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