miércoles, 13 de enero de 2010

Capítulo 5: La Palabra Del Bosque

La ceremonia comenzó con la luna en lo alto del firmamento, las hogueras iluminaban una noche fría en el amplio claro del bosque. Unos rítmicos y suaves cánticos comenzaron a ascender hacia el cielo, con un tono lúgubre y melancólico, variando de velocidad, convirtiéndose en una sola voz o en varios y complejos coros.

En el centro del claro, sobre un sepulcro de ramas, yacía una mujer sin vida, arropada con una túnica de seda blanca. Parecía descansar plácidamente con los brazos extendidos y la melena rubia adornada con flores de saúco, pero la ceremonia se celebraba en su honor, en su último viaje como espíritu.

Habría en total unas treinta personas, todas ataviadas de blanco menos dos. Uno, el chamán, llevaba unas ropas de color azul y mitones de cuero con las palmas descubiertas; su rostro, cubierto con una máscara de madera con pico de águila y cornamenta de gamo.

Una mujer robusta abandonó el coro y le ofreció un cuenco de piedra lleno de un líquido azur, espeso y oleoso. La otra persona que no vestía como el resto se encontraba arrodillada frente al chamán, un joven de pelo cobrizo y ojos verdes, con un torso desnudo musculoso pero inmaduro y unos pantalones de piel curtida.

Al oír hundir los dedos en aquél líquido, el joven se puso en pie y se preparó para ser ungido. El chamán puso su dedo índice bajo los labios del chico y bajó por el mentón y el cuello hasta llegar al abdomen, murmuró una serie de difíciles palabras y finalmente dibujó otras dos líneas diagonales partiendo de las clavículas y uniéndose a la larga franja vertical.

-Ha llegado la hora, Cáxtor-dijo el chamán apoyando una mano sobre el hombro del joven.

-Estoy preparado.

Entonces todos rompieron el círculo y dejaron que Cáxtor finalizase su ritual. Se acercó con paso solemne a los extremos del claro, donde reposaban las ardientes antorchas que iluminaban la noche. Una a una las fue sosteniendo con la mano derecha hasta que todo el bosque fue devorado por la oscuridad, una oscuridad en la que sólo él brillaba como una diminuta estrella.

Volvió a ocupar su lugar frente al sepulcro de ramas, sin atreverse a levantar la mirada, sin atreverse a ver el rostro de aquella muchacha, su amada. Dio un paso al frente y acercó el fuego a la zona baja, llena de hojarasca.

-Ayudadla en su camino y aceptadla en vuestros brazos-se apartó del creciente fuego y añadió- Y permitidme emprender el viaje.

Desde ese momento todo quedó sujeto a las leyes del bosque, a esa fuerza superior, ese conjunto de dioses sin nombre a los que adoraban, ese panteón que regía sus vidas según las leyes de la naturaleza. Cáxtor no debía moverse o perdería el favor del bosque, quedaría manchado y tildado de paria, sin derecho a seguir viviendo con su gente e incluso sin derecho a seguir viviendo.

Las llamas comenzaron a ascender a pasmosa velocidad y la temperatura se disparó. Su piel enrojeció y comenzó a sudar. Sabía lo que estaba ocurriendo y eso le partía el corazón, pero no se atrevía a mirar como el fuego devoraba lo que más había querido en toda su vida. Le escocían los ojos y sentía un terrible dolor de cabeza.

El hecho de que sintiese dolor o que sufriera quemaduras, pensaba él, era totalmente merecido. Si comenzaba a hacer viento o si las llamas fluctuaban y le acariciaban la piel con ardientes lenguas, serviría para enmendar errores, para sufrir lo que sufrió ella, para calmar ese rabioso y lacerante vacío que ahora ocupaba un rincón de su corazón.

Sentía ya los ojos secos y la piel abrasada cuando el fuego comenzó a devorar el cuerpo de la fallecida, haciendo danzar un aroma dulzón que Cáxtor siempre recordaría y detestaría como si de una aberrante pesadilla se tratase. Una chispa salió disparada y le quemó un mechón de su pelo cobrizo, sintiendo un leve pero irritante picor en el cuero cavelludo; después otra más grande voló y rebotó en el pantalón de dura piel. Entonces la primera base de la pira se desplomó y surgió un océano de puntos brillantes, como si de un ejército de luciérnagas volcánicas zumbasen furiosas. La segunda plataforma crujió también y una llamarada le alcanzó en el pecho, haciendo arder el ungüento al instante y formando un flamígero cerco dentro de las líneas que desgarraba y descomponía piel sin vacilación.

“Así acaba todo” se dijo a sí mismo ahogando un grito desgarrador lleno de dolor, de sufrimiento y de decepción. Decepción porque el bosque no le había otorgado su aprobación, porque había decidido sumirle en cenizas como a ella.

El chamán gritaba su nombre pero tres personas le agarraban de los brazos impidiéndole zafarse y correr en su auxilio. Sabía que así debía ser, pero no podía pensar en otra cosa más que en salvarle, en empujarle contra la hierba, en arrancarse su túnica y taparle con ella.

Pero un giro inesperado dejó a todos con la boca abierta. Se levantó una ligera brisa y la luna se ocultó tras grises nubes venidas de donde sólo el bosque sabía. Cayeron pequeñas y finas gotas al principio pero pronto comenzó a llover como pocas veces habían visto. Vientos furiosos llevaban el agua de aquí para allá, encharcando la hierba y haciendo estremecerse a los árboles. Cáxtor cayó de rodillas respirando a duras penas, en un estado de semiinconsciencia, mientras el agua se evaporaba allí donde antes se había quemado. El chamán se quitó la máscara y la arrojó lejos, corriendo hacia el desfallecido joven; Su larga melena rojiza y sus ropas pronto quedaron empapadas y pegadas a la piel con la lluvia.

-¡Los dioses están contigo! ¡Cáxtor, esto es un milagro!

El joven sentía como si le arañasen con miles de cuchillos en el pecho. El fuego sólo le había quemado la parte ungida, formando una rojiza y negra franja de la barbilla al abdomen y de los hombros al esternón. Sangraba y supuraba al mismo tiempo y le hacía sentir el dolor más extremo. Con escasas fuerzas, agarró del brazo al chamán y le susurró:

-Dame… Mi caballo.

-¡Estás loco! No puedes marchar así, date tiempo para curar esas heridas.

-No…-insistió jadeando- Vendaré las quemaduras, tráeme a Racko.

EL chamán suspiró con decepción y dio una orden a una bella muchacha que le acompañaba. Ella obedeció con la cabeza y se perdió en el bosque. Minutos después volvió con las riendas de un precioso bayo, que parecía tener luz propia en la oscura y torrencial noche.

Estuvieron alrededor de una hora limpiando su larga quemadura con extraños y reconfortantes bálsamos mientras otros equipaban a Racko para un largo viaje. Le vendaron con vastas sedas y hojas curativas, pero aún así la herida sangraba demasiado y Cáxtor insistía en partir de inmediato. Le colocaron arco y carcaj a la espalda y le ayudaron a subir al semental.

El chamán se acercó y se decidió a pronunciar sus últimas palabras, acariciando las empapadas crines de Racko.

-Deberías quedarte…-le dio un aparatoso abrazo al joven desde el suelo y dejó correr las lágrimas- Pero sé que no lo harás. Ten cuidado, el bosque está contigo, pero no te lo pondrá fácil.

-Gracias, padre.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Capítulo 4: Silvhia

Silvhia, una joven muchacha con aires altivos, caminaba por el largo puente que conducía hasta el Senado. Su pelo, negro carbón, se mecía suavemente con la brisa marina a la altura del pecho. Se había quitado los pendientes e iba descalza. Con poco ánimo de asistir a la reunión, dejó de lado las apariencias para acogerse a la comodidad. Un chaleco y un pantalón de cuero de tiburón, oprimiendo sus pechos una seda blanca, dada tres vueltas, y adornando sus antebrazos unos aretes de espinas de pez globo.

En sus últimas piezas, el puente se fundió con una arena uniforme, erosionada por el continuo movimiento del mar, a apenas tres metros por debajo.

La superficie de Alebh, semejante a un titánico pozo que protegía a los ciudadanos de fuertes tempestades con sus ladrillos, alcanzaba allí su parte más alta, formando una suave y pequeña meseta. Según las costumbres, no podía haber otro sitio para levantar el Senado, en el punto más elevado de la ciudad y orientado al oeste.

Un círculo de impolutas y blancas columnas servían de adorno rodeando la elevación, dando la bienvenida con un arco de medio punto hacia una entrada subterránea.

Y era ahí donde se podía respirar el esfuerzo y genialidad de esta ciudad. Finalizada a los diez años de elegir Alebhliu su Consejo, el Senado era una tortuosa maravilla, una construcción propia de un titán. Se comenzó con la loca idea de vaciar la montaña, horadando su interior, creando unas escaleras simplemente picando la roca. Hay que decir que comenzó siendo una mina de coral perlado, pero al agotarse se reformó y se convirtió tanto en lugar de reunión como de refugio; cuando el mar embravecía hasta el punto de hacer estremecer la muralla natural de la ciudad, todo el pueblo se resguardaba dentro de la espaciosa caverna.

Silvhia descendía ya las empinadas escaleras cuando las voces de una discusión resonaron en su interior. La luz solar dio paso a la de unas antorchas, que fluctuaban en la pared reflejándose sobre las rezumantes paredes y dando a la caverna un toque arcaico y solemne.

Dentro, la estancia se convertía en una gigantesca sala circular, con finas columnas pulidas en la piedra que soportaban el peso de una amplia cúpula nervada. En su centro, a modo de círculo concéntrico que imitaba a la cúpula en el suelo, ondulaba un estanque de agua cristalina y a su alrededor diez asientos, de coral blanco, austeros, estilizados, pero cómodos.

-Perdón por el retraso- se disculpó ante los asistentes tomando asiento.

-No te preocupes, aún falta gente-dijo un hombre anciano sentado a su lado.

En efecto, quedaban todavía tres asientos desocupados. Silvhia lanzó una rápida mirada a los presentes y bajó la cabeza apesadumbrada; realmente no sabía qué hacía allí.

Su reflejo en el estanque le devolvía la mirada, tranquilamente estática, como si su imagen líquida no tuviese ningún tipo de preocupación.

Se pasó las manos por las sienes con curiosidad, como si nunca se hubiese visto en un espejo. Su piel era pálida como la tiza, pero a la altura de los ojos, como si de tinte se tratase, se tornaba en un azul turquí, formando una banda horizontal desde los párpados inferiores hasta los superiores. Ahora era símbolo de gran belleza, contrastando con las oscuras pestañas y el blanco de los ojos; cuanto más continua y perfecta fuese la línea, mejor.

Sin embargo fijándose en el anciano que se sentaba a su izquierda, era evidente que no siempre había sido así. Sí tenía la piel azul a la altura de los ojos, pero mucho más discreta y en forma de pequeñas motas. Además su piel era más tostada y menos frágil.

-¿Pasa algo Silvhia?- la preguntó al descubrir que le observaban.

-No, nada…- mintió ella.

-te conozco desde que eras así de pequeña-dijo elevando la mano a un palmo del suelo- Sé que es duro, pero hay que seguir adelante.

-Lo sé… Gracias Marduk.

En efecto, el viejo Marduk la conocía desde que era pequeña. De hecho, hasta conoció a su padre cuando tenía diez años. Era el hombre más anciano de Alebh, con ciento veinte años a su espalda, y su experiencia siempre era muy valorada en el Senado.

Su piel oscurecida, si embargo, no se había arrugado y mantenía su musculosa tirantez de antaño. Sus ojos, blanquecinos por culpa de las cataratas, veían ya poco y las aletas de su gran nariz se movían a intervalos pausados. Llevaba una holgada túnica azulada y una pulsera de perlas negras en la muñeca izquierda. Su pelo parecía una cascada, dejando caer ondulados mechones blancos por la nuca, a juego con una más que poblada barba.

Pasaron algunos minutos hasta que entró un hombre curiosamente bajo, escoltado por dos fuertes guerreros. Caminó en silencio a lo largo de la sala y se sentó frente a Silvhia, al otro lado del estanque.

Ella le echaba unos cuarenta años, pero sin embargo era más pequeño que cualquiera de la sala. Era imberbe y llevaba el cabello rubio echado hacia atrás con algún tipo de aceite; en la oreja izquierda dos aros de rubiralda templada y en cada mano tres anillos con zafiros incrustados. Los soldados, con lorigas bañadas en plata y mitones de cuero se colocaron justo al asiento de su señor y apoyaron su cuerpo sobre las lanzas que portaban.

-¿Quién es?-preguntó Silvhia al anciano con un susurro inaudible.

-Balor Bayona, un pequeño cabroncete que tuvo suerte después de la guerra.-Marduk meneó la cabeza y continuó- Un hombre con una prepotencia mayor a su altura pero que sin embargo tiene tanto miedo como para venir protegido a la reunión.

Finalmente, tras otro largo silencio, volvieron a oirse pisadas en la roca. Primero apareció una mujer alta, extremadamente delgada, con la cara alargada y huesuda. Llevaba una blusa vaporosa sin mangas que dejaba transparentar sus pequeños pechos y una falda negra que llegaba hasta los tobillos, con lentejuelas que tintineaban al caminar. Nada parecía cuadrar en ella. Su larga melena negra caía como hilos hasta el vientre y su marca azul en los ojos era deformada y ondulada en las sienes. Cuando se sentó, a Silvhia le vino a la mente una imagen de un fantasma desnutrido.

-Marylith Blake, está aquí porque su padre no puede levantarse de la cama. Los chiquillos comentan que un día el viento la trajo hasta aquí- le informó Marduk mientras Silvhia le reía la broma.

Detrás de Marylith llegó un joven apuesto de ojos azules. Llevaba su pelo oscuro recogido con una coleta y una fina diadema alrededor de la frente. La luz de las antorchas se reflejó en las cadenas de oro que adornaban su túnica, con bordados de olas en los faldones.

-Hermana, creía que esto era una reunión importante-dijo ocupando su lugar con tranquilidad.

-Y yo creía que la ostentación nunca ha significado nada para nosotros, Ryhan-dijo Silvhia ofendida. Ya sabía que le vería en la reunión, pero aún así se crispó nada más verle- No han pasado ni diez días desde que enterramos a nuestro padre y tú ya te pones sus joyas.

-Bueno, bueno- intentó calmar Marduk las cosas- No hablemos de esas cosas ahora. Ahora que estamos todos podemos dar comienzo a la reunión. En primer lugar, el amarradero oeste necesita una reforma, la última tormenta hizo venir abajo todo un muro y murieron dos hombres.

-Mi padre se encargará de ellos-dijo la escuálida Marylith- Hay allí muchos barcos de su propiedad y le interesa mantener el comercio sin complicaciones.

Su voz le resultó a Silvhia algo desagradable, aún sin saber por qué. Era grave, pero la transformaba en un silbido al hablar tan bajo.

-Bien, pescadores y marineros lo agradecerán.

Un hombre, calvo y con la barba teñida de un azul oscuro, levantó la mano y pidió turno para hablar.

-Mis calles necesitan protección, esta semana han asaltado cinco comercios.

-Si son tus calles…Son tu problema-comentó con indiferencia una mujer rubia con aspecto de niña.

-Serían mis problemas si se tratasen de vulgares ladrones de mi barrio, pero la gente habla de una pequeña banda organizada…

-Si al menos no tuvieses tantas prostitutas en las calles…-atacó Marylith con un viperino susurro.

Silvhia suspiró y se dejó resbalar ligeramente en el asiento. Los demás empezaron a lanzarse pullas y el ambiente se tornó tenso y violento. Buscó la mirada de Marduk pero sólo mecía la cabeza en gesto de decepción. Su hermano, al otro lado, sonreía con los brazos cruzados.

Desde el momento en el que la llamaron para asistir a la reunión sabía que ocurriría esto; Alebh ya no era la misma. Era su obligación, su padre había muerto y debía ocupar su lugar en el Senado, pero aún así lo detestaba, sentía que allí no pintaba nada. Él siempre decía “lo peor que puede haber es un pueblo enfrentado” e intentó remediarlo hasta la muerte, por lo visto, sin conseguirlo.

-¡Como si tu no visitases prostíbulos!-gritó el hombre de la barba azul-Todo el mundo sabe que te acuestas con mujeres.

-¡Señores por favor!-gritó Marduk con su voz cascada y un arranque de tos.

Aún con la reprimenda, el daño estaba hecho y Marylith se esfumó grandes zancadas totalmente ofendida. Surgió un silencio incómodo y Ryhan soltó un soplido burlón.

-No podemos seguir así- dijo Silvhia sorprendiendo a todos. Siempre había presumido de tener coraje, pero la adolescencia convirtió esa virtud en algo mucho más pequeño, acobardada ante las duras palabras de los adultos. Ahora se sentía cohibida y el corazón le latía desbocado-Alebh se hunde y vosotros comportándoos como niños.

-¡Habló!- bufó de nuevo el hombre de la barba azul- ¿Qué edad tienes tú, diecinueve?

-Exactamente-contestó ella con una disimulada tranquilidad- Y parece que son los suficientes para no andar por ahí insultando a gente.

Marduk observaba estupefacto, orgulloso. “Aubx, tendrías que estar aquí ahora mismo para ver a tu hija, ha heredado tu temperamento bajo ese frágil y bello cuerpo” pensó mientras ella hablaba.

-¿No os dais cuenta? ¿Quién decidió tomar el camino del vasallaje después de la guerra? Balor, no entiendo por qué ves necesario traer escolta a una reunión pacífica. Ni siquiera yo merezco estar aquí, estoy dentro del Consejo sólo porque mi padre también lo era, y no por votación como se hacía antes. Ahora veo a Alebh dividida en dos grupos: los que se mueren de hambre y los que se llenan la barriga.

-Las cosas no son así, hermana-intervino Ryhan- Tras la guerra todos quedaron indefensos, era momento de que Alebh fuese gobernada por gente con poder que le guiase.

-¿Y les guiamos ahora?

El curdo silencio dio la respuesta.

-¿Y qué propones entonces?-preguntó Balor con gesto desafiante.

-…No lo sé.

Marduk dejó caer otro suspiro de decepción y los demás parecieron relajarse, viendo que sus puestos de aristócratas permanecían vigentes.

-¿Ves hermanita?-dijo Ryhan chascando la lengua- Estas cosas no suelen ser fáciles.

¿Cuándo había cambiado tanto su hermano? ¿Desde cuando era tan arrogante? Silvhia se sintió furiosa y traicionada. Todos los que la rodeaban se habían acomodado demasiado a esas sillas y ella sólo se había quejado sin dar solución alguna. El viejo Marduk la observaba con cautela, deseando que se calmase. ¡En verdad se había encariñado con aquella chica! Y más ahora que se sentía en la obligación de cuidarla. Aubx le solía decir que el Senado estaba podrido, que nadie buscaba el bien de la ciudad. Ahora se daba verdadera cuenta de la importancia de esas palabras, de cómo habían atacado la inocencia de Silvhia hasta devorarla y hacerla callar.

-Silvhia, hazme un favor y ve a buscar a Marylith-la dijo fulminando con la mirada al hombre de la barba azul- Absalon quiere disculparse con ella.

Ella obedeció, aún sabiendo que era una excusa para que saliese fuera y se relajase. Además el fuego de las antorchas la estaba mareando. Se levantó con pereza y todos la siguieron con la mirada mientras subía los escalones. Entonces Ryhan se levantó y sacudió los hombros.

-Bien, ahora podemos hablar en serio, creo que es el momento de atacar Abdisthar.

Tu hija inocente y tu hijo idiota, pensó Marduk sin dar crédito a lo que oía.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Capítulo 3: Alebh

Alebh, ciudad única en todos los aspectos, era ahora la sombra del pasado.

En los primeros tiempos, tan sólo se trataba de una tribu nómada comerciante de pescado, que se movía de aquí para allá siguiendo la línea de las playas. Su gran fortuna se debía al especial y exclusivo modo de pesca, que conseguía atrapar a los peces de fuego más grandes jamás vistos.

Pero tras varios decenios, el singular cebo que usaban para pescar se extinguió debido a su explotación y con él la posibilidad de atrapar los escurridizos peces de fuego. Fue en ese momento cuando el pueblo se dividió, tras meses de deliberaciones, en dos grupos. Uno se adentró en las inmensas dunas del desierto con enormes y abarrotados carros y no se volvió a saber nada de él. El segundo, con Alebhliu el Marítimo al frente, emprendió la utópica y descabellada propuesta de adentrarse en aguas profundas, más allá de las fosas abisales.

Navegando con gigantes y resistentes carabelas, llegaron a un accidente geográfico de lo más peculiar, una especie de arrecife o de montaña submarina hueca, como si las manos de una deidad hubiesen horadado la roca y hubiesen formado un cuenco y sus asas surgiesen del agua.

Abandonando su vida nómada, formaron un frágil poblado que se mecía al son de las olas con puentes conectados, como si el leve suspiro del viento fuese a acabar con todo en cualquier momento y a la vez cuidase de ellos. Necesitaron más de treinta años y una infinidad de viajes a la costa a por materia prima hasta que una arcaica ciudad de madera fue construida.

La pesca del pez de fuego volvió a resurgir y todos los pueblos que andaban sobre la tierra hablaban y cantaban sobre una ciudad más allá del horizonte, en cuyas puertas siempre había bellas sirenas.

La pesca ocupó un lugar secundario en la economía cuando se descubrió el coral perlado. Dúctil, maleable, flexible y de impresionante resistencia, comenzó a utilizarse en cualquier lado. Ningún elemento conseguía corroerle y el salitre del mar no lo oxidaba; es más, aleándolo con él se podían construir fuertes estructuras que otorgaron a Alebh el dominio económico del momento y un glorioso siglo de oro.

Ni siquiera las ciudades costeras más poderosas podían competir con su grandiosidad.

Desaparecieron las cabañas inestables y los puentes de madera para dar paso a enormes y curvados edificios, y a una espléndida plaza circular con la estatua de Alebhliu más grande jamás vista.

Las canciones cambiaron y los Cuentacuentos que la visitaban exaltaban su belleza. Hablaban de los atardeceres en ese lugar, cuando el coral perlado de la ciudad brillaba con un ardiente tono rosado y se fundía con el explosivo sol en el horizonte.

Hasta su política era poco inusual, dejando de lado monarquías u oligarquías que otorgasen poder absoluto a quien no lo mereciera. Alebhliu formó un consejo de diez personas en el cual todos tenían el mismo poder, todos tenían opinión y todos votaban las propuestas.

Aunque esa época grandiosa sólo se conservaba ya en la memoria de los más ancianos y en viejos y roídos tomos. Tras la batalla de Lagoperla las cosas cambiaron y no a mejor.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Capítulo 2: Fuego

¿Qué hacer? ¡Qué hacer! Era demasiado fácil formular aquella pregunta, pero multitud de ideas nublaban su mente. Y aunque en su cabeza la respuesta era demasiado obvia, una parte de él se negaba a obedecerla.

Su maestro moría lentamente, agonizando, con un orificio en su yugular y la sangre, emponzoñada, serpenteando libremente. Podría acercarse a él, tan sólo debía gatear dos o tres metros, pero tenía demasiado miedo. Con cuatro balcones en la torre, el riesgo de que otra flecha surcase el aire y acabase con él era demasiado alta. Pero por otra parte no sabía si el asesino seguía al acecho, esperando a tenerle en el ángulo de visión de nuevo, o bien se había esfumado al acabar con Lamübh.


Los aros seguían girando con un zumbido continuo ¡Zzzz…! Mashir temblaba de arriba abajo y Lamübh gesticulaba con la garganta ahogada de sangre negruzca. Intentaba decir algo pero se atragantaba y su cerebro se colapsaba. ¡Zzzz…! Mashir se apoyó contra una estantería y se hizo un ovillo, mirando con siniestro horror cada uno de los alféizares. El maestro agotaba sus últimas bocanadas regurgitando sangre.

¡Zzzz…!


-¡Para ya!-gritó desesperado.


Cogió un libro de gruesas tapas y lo lanzó torpemente contra los zumbantes anillos. La incesante coordinación se inestabilizó con el choque y los aros cayeron con estrepitoso tintineo; la piedra estelar rodó apagando su brillo y el libro se volatilizo al instante.

El joven apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza. ¡Idiota, ahora saben que hay alguien más! Pensó maldiciendo su torpeza.

El tiempo pasaba con extraña lentitud. La escena, aunque seguía su propio curso, parecía totalmente estática, como si el viejo astrólogo estuviese echando una cabezada, como si no hubiera ocurrido nada.

Pero sabía que no era así, la flecha que adornaba su pecho no era decoración y su preceptor moría irremediablemente.


Mashir tenía la sensación de perder la cordura en cualquier momento, rendirse a lo inevitable y esperar a que las entrenadas manos del asesino se cerrasen en torno a su cuello. Esperando a que en cualquier momento se abriese la puerta de abajo y le apuñalasen con una daga… O a que otra flecha entrase en la habitación, rebotase veinte veces en la cúpula y le hiriese de muerte.

Pero pese a las absurdas cábalas, no ocurrió nada. Un enorme charco de sangre comenzó a borrar los dibujos de tiza y algunas gotas atravesaron el entablado para caer como lluvia sobre la planta baja. La túnica gris del maestro era ahora una empapada mancha negra.

En un último esfuerzo, el hombre levantó la mano y lanzó a Mashir una mirada melancólica, convaleciente, sabiendo que le llegaba el momento. El fuego de su corazón se apagaría y su alma iría a las oscuras aguas de la hermana Luna.


-No dejes que se lo lleven.


La fuerza le abandonó y se golpeó la cabeza contra el suelo por última vez.

Tal vez luego Mashir se durmió, o perdió el conocimiento, no lo recordaba muy bien, pero cuando se quiso dar cuenta, ya había atardecido.

Quería correr, pero su cuerpo se lo impedía, ahora sus cábalas circulaban sobre el posible asesino. ¿Un alebhí? Con la boda del día siguiente, la seguridad era lo suficientemente fuerte como para ver a un alebhí a kilómetros de distancia. ¿Entonces el plan se había urdido dentro de la ciudad? ¿Acaso le habían matado para que el mundo no conociese su descubrimiento? Cualquier cosa parecía plausible en aquél momento, hasta la de la organización ejecutora de infieles de la que hablaban en las malas tabernas.


Y hasta entonces no se había dado cuenta del vuelco que daría su vida. Su maestro, no, su amigo y a la vez padre, había muerto. La única persona con la que había tenido algún tipo de relación yacía sin vida en el centro de la torre. Ahora le vino a la mente la tarde en la que se conocieron. Unos asaltantes, jambiyas en mano, amenazaron al científico con quitarle la vida y Mashir, un chico andrajoso hijo de la calle y vástago de nadie, se deshizo de ellos y le salvó. Lamübh lo acogió desde entonces como al único hijo que nunca tuvo.

Atardecía con un sol sangrante rayando el horizonte y nadie venía a darle muerte; oscurecía dentro de la torre observatorio.


Entonces un resorte se activó en la mente del joven y se levantó con inquietante rapidez. Le caían lágrimas sin control, pero no lloraba.

Comenzaba a comprenderlo, no le quedaba más remedio. Se había visto involucrado en algo terrible y ahora era totalmente partícipe de ello. Tendría que esconderse, vivir clandestinamente, esperando que, con suerte, el asesino terminase por olvidarse de él.

Primero se cambiaría el nombre. Después, seguramente, encontraría trabajo en las mugrientas calles del muelle, entre sucios y vastos marineros, limpiando quillas o sirviendo cervezas.

Pero lo primero era lo primero: debía abandonar aquél lugar. Se levantó con las piernas agarrotadas y agarró la lona amarillenta. No sabía exactamente lo que hacía, o si era lo correcto, pero comenzó a recoger cosas. Primero, sin pensárselo, echó los aros metálicos, todavía calientes, sobre la tela. Bajó un momento las escaleras de caracol y rebuscó en un cajón hasta encontrar un pequeño cuaderno con tapas rojas y hojas desgastadas; el diario del viejo. Volvió a subir y lo echó al improvisado saco.

Ahora llegaba el momento de la verdad. Se acercó al cadáver y le arrebató de los fríos dedos la bella caja con incrustaciones de ónice para después introducir la pequeña piedra estelar, que aún brillaba con extraña fosforescencia.

Después se quedó contemplando el arrugado rostro, luciendo aquellos suntuosos anillos de oro y rubiralda. Si se los ponía él llamaría demasiado la atención, pero creía que no merecían quedarse ahí, olvidando las grandes cosas que Lamübh había hecho para el reino. Se los retiró y le aliso la barba.

Por último, y tras dudarlo unos instantes por pura repulsión, cerró la mano en torno a la flecha del pecho y se dispuso a sacarla. La otra, la que había atravesado el cuello, no la encontró. Seguramente entraría por un balcón y saldría por otro.

El proyectil no había salido por la espalda, así que no se podía extraer empujando. Mashir dio un ligero tirón a la madera y produjo un ruido viscoso, de metal arrancando y arañando carne. El estómago le dio la vuelta y un escalofrío le atizo en la nuca. Tiró de nuevo y la caja torácica se elevó ligeramente. Con el tercer y último tirón la flecha salió de la prisión de costillas sacando diminutas esquirlas de hueso.

Era una fina flecha de arco largo, con unas engrasadas plumas de cisne en su extremo y una forma de equis en su punta. La tiró a la lona, junto al resto de enseres, e hizo un nudo creando un rudimentario saco.


-Encontraré al culpable-sentenció prendiendo una pequeña lámpara de aceite- Daré con el que te ha hecho esto.


Volcó el candil y la pequeña llama mordió un papiro y lo engulló con rapidez. Acto seguido sus lenguas se multiplicaron y comenzaron el festín devorando las estanterías.

Mashir bajó las escaleras sintiendo el calor a su espalda con el pesado fardo entre los brazos. Pronto estuvo en la calle, mientras el fuego quemaba todo con tremenda velocidad.


El observatorio, con su dueño incinerándose en su interior, se convirtió en apenas una hora, en una gigantesca pira en mitad de la noche, haciendo confundir a los barcos con un segundo faro.

domingo, 25 de octubre de 2009

Capítulo 1: Quintaesencia.

Brincando con una pierna y colocándose la fina sandalia de esparto en la contraria, recorrió el zoco a gran velocidad. Los pliegues de su túnica, del blanco propio de los estudiantes, producían un sonido sordo al rozar con sus piernas, empapadas en sudor.

La inmensa plaza rebosaba vida, con el aroma del azahar y de frutas lejanas, con excéntricos vendedores con acentos muy marcados, con magníficos espejos cortados de impresionantes formas y reflejando miles de colores, espléndidas tallas de madera y mármol…Las calles estaban abarrotadas y la gente salía a ellas hasta que anochecía.

Al día siguiente se casaría la cuarta mujer del rey.

Los toldos ofrecían un respiro a su acalorada carrera, ocultando al ardiente astro tras telas de vivos colores verdes y rojos, pero el polvo del suelo y la muchedumbre volvían a convertir la calle en un horno.

Dejando atrás la plaza, se adentró en un estrecho callejón, donde se mezclaban los olores de los fogones y las tinajas de vino. Un gato descendió de un tejado y erizó su albino pelaje para luego seguir con sus personales y secretas fechorías.

Frenó frente a un alto edificio circular, resopló varias veces y dio unos suaves golpes a la quejumbrosa puerta de madera.


-¡Llegas tarde Mashir!

-Perdone maestro-respiró el aludido jadeando.


Con las manos en las rodillas, el joven Mashir daba bocanadas de aire, acusando un leve e intermitente pinchazo en el costado. Se pasó una mano por la frente y retiró el sudor que perlaba sus poros. Tras la carrera, su pelo castaño se había convertido en un conjunto de mechones revueltos y mojados. Pestañeó un par de veces y sus ojos verdes dejaron de escocerle tanto.


-Tendrás que pasar algún día-bromeó su maestro-Cierra la puerta, tengo que enseñarte algo.


Mashir obedeció y empujó las tres tablas que hacían de puerta, con las chirriantes bisagras sujetas a la escayola de la casa.

Su maestro, Lamübh, movía frascos llenos de una mesa a otra, tropezando con folios llenos de bocetos y apuntes matemáticos.

Su túnica, gris con faja rja como indicaba el oficio, ceñía la redondez de su barriga, mientras que el turbante, gris con un par de cadenas de bronce, ocultaba una cabeza grande y encanecida.


-Hoy es un día grande chico-Anunció dando tumbos-Si esto funciona… ¡Alabado sea el Astro!


Hizo una plegaria formando un círculo con las manos y se acarició los diminutos aretes de la barba.

En la grandiosa ciudad costera de Abdishalar, capital del reino de Abdhiss III, era costumbre dejarse crecer una perilla y trenzarla primero para colocar un anillo de plata después, demostrando el paso de la adolescencia a la madurez.

Sin embargo, cabía la posibilidad de agenciarse más anillos, mostrando a la ciudad tu poder y prestigio.

El viejo Lamübh tenía en su haber tres anillos. Uno el de plata, que oscilaba bajo el centro de su mentón, y otros dos a los lados, de oro y rubiralda, en unas trenzas de pelo rizado más cortas. El magnífico Lamübh, excelente científico e inigualable intérprete de los astros, había hecho por el reino algo más que ofrecer sus humildes servicios.

Uno de los anillos le fue entregado por el mismo Abdhiss en persona por predecir el summun de la batalla de Lagoperla, con su consecuente victoria sobre los alebhíes hace veinte años. El otro, por sus observaciones sobre el efecto de la diosa Luna sobre las aguas saladas.

La brisa marina entraba por la ventana y mecía los papeles con suavidad, como la mano de una mujer acariciando a su bebé. La nuca de Mashir agradeció la corriente de aire, enfirándole el sudor que bajaba hacia su espalda.


-Creeme Mashir, el mundo ya no será lo mismo…


El joven sintió esta vez un leve escalofrío, como si esas palabras tuviesen de verdad todo el peso que le otorgaba su maestro, como si estuviese a punto de presenciar algo que le quedaba demasiado grande, tal vez titánico.


-¿Pero qué es lo que ocurre?

-Ahora lo verás, ahora subamos al estudio.


El tutor ascendió por una escalera de caracol e instó a su pupilo a que le siguiera.

Aquél edificio, siendo la segunda torre más alta de la ciudad, hacía las veces de observatorio y de estudio, capaz de abarcar toda la bóveda celeste en una noche despejada. La torre más alta, imponente sobre el amarradero, era el faro.

Ascendiendo por las escaleras de acacia rugosa llegaron a una buhardilla con cuatro balcones que bañaban con luz matinal el techo abovedado. Mashir sintió de nuevo el calor al subir a aquella estancia de aire cargado. Allí también había papeles por doquier, así como varias estanterías repletas de antiguos y deteriorados tomos.


-Haz los honores, retira esa lona-ordenó Lamübh señalando un bulto tapado con una tela amarillenta, mientras cogía una tiza y empezaba a dibujar formas geométricas en el suelo.

El aprendiz obedeció y se acercó hacia el misterioso paquete.

-¿Maestro, dónde dejo esto?-dijo apartando un complejo astrolabio de marfil que reposaba sobre la lona.

Lamübh se levantó con un chasquido de espalda y le señalo una pequeña mesa que había a su lado.


La tela olía a desgastado y al retirarla, miles de motas de polvo danzaron a la luz del Sol.

Ante él descansaban varios aros metálicos de distintos diámetros. Alzó uno de ellos con gran esfuerzo y lo contempló durante unos segundos. Eran más grandes que su cabeza, de un metal brillante, casi resplandeciente y cada uno tenía distintos y bellos relieves en oro.


-Ahora coge todos y tráelos aquí-le ordenó pasando la tiza por las tablas del suelo, con una circunferencia perfecta.


Mashir comenzó a arrastrarlos con dificultad hasta el centro de la habitación; parecían ligeros dada su delgadez, pero en realidad pesaban como un chico de ocho años cada uno. Con cuidado, siguió las instrucciones de su maestro y colocó los aros concéntricos, uno dentro de otro. Lamübh, gastando el último trozo de tiza, escribió una larga frase alrededor de ellos.


-Maestro… ¡Eso es…!-Mashir abrió los ojos como platos y sintió de nuevo un escalofrío. No podía creer lo que estaba viendo, no podía ser, su propio maestro, al que idolatraba y admiraba…-¡Eso son Palabras Prohibidas!

-No mi querido alumno-dijo el anciano con una macabra sonrisa-las escrituras están equivocadas… ¡El mundo está equivocado! Si no, observa.


Se acercó a una de las desvencijadas estanterías y cogió un viejo libro de tapas parduzcas. Sopló el polvo y recitó un pasaje.


-Y el Señor Astro dejó caer su esencia sobre la arena, volviéndola tan ardiente y radiante cómo él. Y su Hermana Luna dejó caer su danza sobre las aguas, volviéndolas dóciles y pálidas, aunque también furiosas y oscuras-Lamübh hizo una pausa y pasó a la siguiente página-Y así perdurará su presencia sobre nosotros, guiándonos hasta el día de la Unión.

-¿Y qué ocurre con eso?-dijo Mashir todavía preocupado. Había oído aquella historia cuando era pequeño, una explicación de la creación del mundo, un dogma de fe-Si alguien se entera de que has usado Palabras Prohibidas, estarás en peligro.

-¿Y si te dijera que la Unión es algo más?-el maestro dejó la pregunta en el aire a propósito, para que su pupilo asimilara esas palabras y se quedase con ganas de saber mas-Hay que diferenciar siempre entre las palabras de los Astros y lo que está a nuestro alcance, entre las cosas que no comprendemos y las que podemos asir con nuestras propias manos. Lo que te estoy diciendo es cierto y te lo voy a demostrar ahora mismo. La esencia del Señor Astro existe, al igual que la danza de su hermana… ¡Oh sí, claro que existen! Y cuando la fuerza de dos dioses se une, la combinación puede ser demencial.


Mashir no entendía nada, dejaba que las palabras del anciano saliesen como un torrente sin dar crédito de ellas. Tenía la sensación de que iba a presenciar algo sacrílego, que iba a traicionar las bases de algo superior, de algo inamovible. De repente la habitación pareció cargarse de electricidad, de una energía intrusa que te erizaba el vello.


-El otro día ocurrió al fin-prosiguió Lamübh- Estaba yo aquí mismo, observando el cielo cuando lo vi claramente. Algo cayó del cielo, algo grande y deslumbrante. No era una lágrima de luna, esto no se desapareció en el cielo como hacen las lágrimas de luna, sino que impactó contra la arena fuera de la ciudad, iluminando una enorme duna. Yo corrí hasta donde había aterrizado. La duna estaba más caliente que las calderas de palacio, cada grano ardía como si fuese a estallar. Y aquella piedra del cielo…Al estar cerca de ella parecía ser de día, con una luz tan pura que no se la podía mirar directamente. Sí…La Unión está a nuestro alcance y yo ya tengo la esencia del Astro.


Entonces el maestro tomó un respiro y se acercó a la estantería más lejana para coger una pequeña caja lacada con incrustaciones de ónice.


-Nuestras creencias están corrompidas, las escrituras originales se perdieron hace siglos, pero los primeros hombres las conocían. Mañana, en la boda de Abdhiss, le mostraré mi hallazgo y nuestra civilización entrará en una nueva etapa.


Sonó un click cuando abrió la cajita y un destello cegó a Mashir. Ahí estaba, lo que le acababa de explicar su preceptor, una pequeña del tamaño de un puño, tan blanca y resplandeciente que hacía llorar los ojos al aguantar la mirada.

Lamübh la colocó con extrema delicadeza dentro de los círculos y los aros metálicos vibraron atrapándola en su interior. Entonces cogió una cántara a rebosar de agua y se dispuso a verterla sobre la piedra. Mashir retrocedió instintivamente y se mordió nerviosamente el labio inferior.

El agua cayó y tocó la piedra extraterrenal. Lamübh salió rápidamente de los círculos de tiza y contempló el espectáculo con una exagerada sonrisa.

Los aros comenzaros a tintinear escandalosamente y, con una impresionante precisión, se alzaron en el aire junto con la piedra. Todo ello comenzó a girar, cada vez más rápido, cada vez más luminoso. Los aros, cada uno más pequeño que el anterior, giraban en distintas órbitas pero con un inexplicable orden, provocando un ensordecedor ruido similar al viento.


-¡Lo hemos conseguido!-gritó el maestro mirando a Mashir con tremenda alegría. Su pupilo estaba pálido y no se había dado cuenta, pero estaba llorando-¡Energía inagotable a nuestro alcance!


Entonces, ahogadas por el ruido de los aros rotando, dos flechas entraron por uno de los balcones, totalmente mudas, ennegrecidas con algún tipo de sustancia en sus extremos, y dieron en su blanco. Una atravesó el cuello de Lamübh limpiamente, la otra atravesó una costilla y se clavó en su corazón.